que estás viendo, lo que estás sintiendo, no es solo una observación de lo que ocurre afuera, sino de lo que está ocurriendo dentro de cada uno de nosotros. La división, el odio, la envidia, el rencor… esas son las raíces del mal que nos corroen. Nos hemos dejado llevar por el orgullo, por la arrogancia, por la creencia La Escritura es tajante: “Si alguien dice: ‘Yo amo a Dios’, pero odia a su hermano, es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto.” (1 Juan 4:20). ¿Te has detenido a pensar en estas palabras? ¿De verdad amas a tu prójimo, a ese hermano, esa hermana, ese amigo, ese desconocido que te hiere? O, en tu corazón, ¿sólo se alberga el odio, el rencor, el deseo de venganza? No podemos decir que amamos a Dios si nuestra vida está llena de odio hacia el prójimo. La mentira que hemos estado viviendo es clara: decimos amar, pero en nuestros corazones sólo existe el egoísmo, el juicio y el resentimiento. Cristo, en su inmensa misericordia, vino a mostrarnos el verdadero amor, un amor que trasciende todo, un amor que no conoce barreras, un amor que no discrimina. ¿Por qué, entonces, seguimos levantando muros? ¿Por qué algunos cristianos se suman a la discriminación, a la xenofobia, al racismo, cuando nuestro Señor nos llamó a unir, a no dividir? Las barreras sociales, raciales, económicas que levantamos, no vienen de Dios, sino del miedo y la ignorancia. En el corazón del cristianismo, no hay lugar para la discriminación. Si estamos apoyando la división, estamos traicionando el mensaje de Cristo. Jesús mismo vivió en una época de fuertes divisiones sociales, políticas y religiosas, pero nunca usó su fe como un medio para rechazar o separar a los demás. Comía con los marginados, sanaba a los despreciados y enseñaba a todos, sin importar su estatus o identidad. Él rompió las barreras, y no es casualidad que haya enseñado que debemos amar incluso a nuestros enemigos (Mateo 5:44). Entonces, ¿cómo podemos justificar el odio y la exclusión que tanto nos rodea hoy? El racismo y la discriminación no son solo un problema social; son un pecado contra Dios y contra la humanidad. En Gálatas 3:28, Pablo nos recuerda que “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” Si realmente fuéramos fieles a esta verdad, no habría espacio para el racismo, para la xenofobia, para la indiferencia. ¿Cómo es posible que, como cristianos, estemos alimentando estas divisiones? Es urgente que enfrentemos nuestra complicidad en este mal y nos arrepintamos. Dios nos llamó a sanar, liberar y amar. Esta es nuestra misión. No somos llamados a construir muros, sino puentes. No somos llamados a separarnos, sino a unirnos en el amor de Cristo. La división no es de Dios, la división es del enemigo, que quiere sembrar odio y desconfianza en nuestros corazones. Jesús vino a sanar a los quebrantados, a liberar a los cautivos, y a mostrar el camino del amor. Si decimos ser sus seguidores, debemos hacer lo mismo: sanar, liberar y amar a todos, sin importar su raza, su estatus, su historia. La división, el juicio, el egoísmo que nos separan de nuestros hermanos, nos separan de Dios. Y esa división es lo que arruina vidas, lo que mata el espíritu, lo que mata el alma. ¿Sabes qué precio pagas por vivir en el pecado del odio? No es solo tu paz la que se pierde, sino tu alma misma. Jesús dijo: “De cierto os digo que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 18:3). ¿Qué quiere decir esto? Que debemos abandonar esa soberbia, esa dureza de corazón, esa falsa sabiduría que creemos tener. El amor de un niño es humilde, puro, sin reservas. Ese es el amor que Dios quiere de ti: un amor sincero, sin máscaras, sin excusas. M.R.D
#descrimination #hate #racism #inmigrantes #inmigrante #God #jesuslovesyou #Love #unity #jesuschrist